No sabes cuánto te odio, me pone los nervios de punta verte ahí sentada.
Recuerdo aquella mañana lluviosa en que me vi forzado a buscar refugio en esta desvencijada cafetería, un americano descafeinado con leche y un pan dulce para acompañar. No fue difícil encontrar un asiento cómodo cerca de alguna ventana para ver la lluvia pasar, finalmente no es un lugar concurrido. Aún así tuvimos que coincidir.
No te había notado, a decir verdad, en primera instancia no parecías alguien que fuese a llamar mi atención y mucho menos te identifique como la amenaza que representabas a mi vida. Sencillamente estabas ahí sentada, leyendo un libro del cuál no recuerdo mucho; Estabas ausente a este mundo, no te dabas cuenta de que llevaba largo tiempo viéndote…No, no, observándote.
Comencé a tamborilear mis dedos contra la mesa en busca de algún movimiento que no pareciese mecánico en ti, algo distinto al bailoteo de tus ojos y al lento pasar de las páginas. Suspiré sonoramente como último intento, sintiéndome derrotado al ver que no dejabas de leer. Me acomodé nuevamente en la silla, hastiado de las gotas que golpeaban contra la ventana y del silencio y la monotonía que me rodeaba en ese lugar, lo peor es que todo ese cuadro gris parecía emanar de ti y tu libro.
Desde entonces empecé a tenerte rencor, porque entre más te veía más ufana y engreída me parecías, portando ese libro como escudo para repeler la realidad en la que te encontrabas y olvidar que ambos estábamos ahí confinados en la cafetería mientras pasaba la lluvia. Intuía desde entonces que te tenías en alta estima que no te merecías, cubierta de ese velo blanco y negro tal como las hojas de tu libro. Y aunque tú parecías papiro marchito era yo el que estaba siendo ignorado, invisible.
Perdida ya la noción del tiempo la lluvia se detuvo, a lo que me levante teatralmente, con un estruendo que marcara mi presencia en el recinto y de un golpe dejé el dinero necesario para pagar la cuenta, reí entre dientes, sarcástico, cuando de reojo noté que tú seguías en tus historias.
Salí enfundado en mi gabardina y en los oscuros sentires que habías sembrado en mi corazón, semillas que con el tiempo iban echando raíces en mi alma convirtiéndote en parte de mis pensamientos diarios. Nunca hablé con nadie de ti, no había nada que contar de ti que intrigara o que fuese importante, imagina el reconocimiento que te estoy dando al pensar en ti todos los días.
Convertí en hábito comprar café, americano con leche sin azúcar en tu cafetería, inicialmente para que notaras mi presencia y en ese momento fuese yo quien te ignorara. Pero ante tu indiferencia, poco a poco mis visitas se fueron convirtiendo en una cacería, todo para atraparte haciendo algo diferente.
No lo logré. Día tras día vine a esta cafetería solo para encontrarte leyendo esto o aquello que nunca memoricé, porque siempre te vi a ti, objeto de mi desprecio, algo que espero que entiendas. Tu monotonía y tu falta de vida me abruma, entorpece mi día a día pensar que alguien puede vivir como tú, con tanta falta de humanidad. No encontrarás nada porque nunca buscas nada y siempre estarás sola porque sé que no conoces el amor a algo que no seas tú misma leyendo.
La mujer que leía reflexiono ante el monólogo que de repente le había soltado a la cara un personaje desconocido, un hombre que realmente parecía turbado e inconforme, hasta confundido.
--Ni siquiera ahora te entiendo—dijo el hombre en un murmullo, mientras apretaba los puños sobre la mesa --¿Por qué no te defiendes? ¿Por qué no me dices que estoy mal?—
Ella lo miró sin reproche y contestó después de un momento de silencio:
--Humanidad, vida—dijo lentamente –Es lo que me reprochas que me falta, y ahora soy yo la que no entiende—
Él la miró duramente, mostrándose irritado.
--Un libro es la parte más íntima de esta u otra persona que nos comparten lo que sienten, lo que viven, lo que aman, lo que odian…-- La mujer que leía se acercó al rostro del hombre que la odiaba y con un susurro como secreto le dijo –Todo lo que me reprochas de carecer, lo tengo de sobra.—
Y cerró el secreto con un beso, un beso de esos que solo la gente que lee conoce.
Él entonces entendió. Porque vio mil parajes diferentes, vivió una ráfaga de sentimientos divergentes, viajó a épocas que no soñaba con conocer jamás y enalteció su alma todas las virtudes humanas que había conocido a la fecha. Se supo hilo ante ella que era una telaraña.
Escuchó el repiqueteo de la campanita anunciando la partida de la mujer que leía.
Me dejaste mujer que lee, te fuiste dejando una terrible desazón en mi vida; No sé si te has dado cuenta, pero te escribo de vez en cuando, tengo la impresión de que es la forma más efectiva de llegar a ti. A veces simplemente te escribo unas palabras confusas en servilletas, en otras ocasiones pueden ser cuartillas enteras. ¿Que donde están las notas? Las dejaba aquí o allá, nunca supe donde encontrarte.
Al principio regresaba al café, mas tú nunca lo hiciste. Quizá sentiste que tu espacio había sido violado, y de eso, soy completamente culpable.
Ahora me encuentro lejos, creo que tenía que decírtelo por si querías regresar a tu cafetería. Quiero decirte que hiciste que un hombre que no leía cambiara un poco, que empezara a ver las cosas un poquito más desde tus ojos, desde tus hojas. Hoy leo un libro, una aventura de amor contigo y conmigo y te siento cerca, como en esa ocasión. Leo en un café como me enseñaste.
“Buenas tardes” El hombre levantó la mirada, era una mujer que sonreía “No pude evitar notar que lees”
Su corazón latió un poquito más fuerte desde ese día.
Riez
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