Claudio
parecía tan perfecto como siempre, como si no le corrieran los años.
Dormido en el asiento reclinado del copiloto, parecía un niño que
después de un largo trayecto hubiese caído en los brazos de Morfeo.
El libro que tenía a punto de caer en el tapete lo tenía absorto
desde dos noches antes rozando las madrugadas casi sin pestañear.
La
carretera hacía notar su reparación reciente, pues todavía olía a
chapopote. A los lados, matorrales crecidos y plantíos de caña,
dejaban ver lo fructífero del temporal de lluvias. El cielo estaba
despejado y pequeñas nubes blancas en forma de algodón le daban el
toque perfecto al azul de la mañana.
Por
el retrovisor vi un tráiler que venía a alta velocidad y tuve que
acelerar pues los accidentes en carretera están al día y en un
segundo la vida puede dar un giro de ciento ochenta grados. De chava,
un día quedé incapacitada de mi brazo izquierdo durante dos meses y
me prometí no volver a pasar alguna convalecencia que me limitara
mis capacidades.
Mis
hijos estaban en plena adolescencia y preferían pasar los fines de
semana en la ciudad para poder disfrutar de los amigos. En cambio
Claudio y yo, ansiábamos esos días para salir de campo, a la playa,
a pueblear o al bosque.
A
la vista de todos éramos la pareja perfecta y en cierto modo sí lo
éramos. Disfrutábamos tanto de convivir, teníamos varias metas
personales en común, adorábamos a nuestros hijos, trabajábamos en
el mismo lugar desde hacía veinte años cuando terminamos nuestra
carrera y jamás habíamos tenido discusiones fuertes.
Mi
marido no tenía el problema del ronquido típico del que se quejan
mis amigas de sus respectivos conyugues. Tenía algo muy peculiar.
Hablaba demasiado dormido; los primeros años me daba risa escucharlo
pues sacaba cada aventura y la mayoría de las veces no le prestaba
atención pues terminaba muy cansada como para lidiar con sus
historias que parecían reflejo de sus sueños.
Cayó
el libro sobre el tapete, me temo que por esta ocasión lo esconderé
en mi bolsa para que tengamos más tiempo para platicar y no se quede
absorto en la lectura. Es tan guapo. A pesar de su edad, todavía
tiene muslos fuertes y pantorrillas marcadas. Se le ven tan bien esos
shorts negros de algodón con esa playera tipo polo roja. Jamás ha
sido conservador y por lo mismo refleja jovialidad. Su pectoral y
espalda anchos, no son mas que el monumento a la belleza masculina.
Su mandíbula cuadrada y esa ceja tupida enmarcan cada expresión de
su rostro. Sus manos vigorosas con las que acaricia mi rostro y su
voz grave, son la fórmula perfecta para caer rendida a él.
Jamás
me he considerado celosa, pero la verdad siento como si estuviera él
conmigo pero a la vez no. A mis cuarenta y tantos, ya cualquier mujer
menor a mi me parece una modelo y una atracción segura a la vista de
cualquier hombre, y mis carnes, ya no son tan dignas de los ojos de
algún albañil de alguna construcción.
Me
he metido ya sobre la vereda que nos lleva a aquel riachuelo donde
nos encanta acampar y es nuestro lugar secreto. El hambre se apodera
de mi y me detengo en esa loma que nos sirve de mirador del
atardecer. De inmediato despierta al oír que para el motor y me
sonríe al tiempo que acaricia mi muslo.
*
* *
Después
de las hamburguesas que hicimos en la parrilla, nos queda poco
apetito para la cena. Cansados de la larga caminata y del baño que
tomamos dentro del riachuelo, nos acostamos sobre las cobijas. Me
pregunta por su libro y muestra algo de enojo al no encontrarlo.
Realmente
lo siento extraño por primera vez. No sé si son mis nervios o algo
me oculta.
Lo
beso y lo veo tratando de descubrir sus pensamientos. Comienzo a
inquietarme y trato de disimular. No puede ser que tantos años así
sean derribados por algo más. Me siento mal. Es temporada de vientos
fuertes también y los incendios hasta con una chispa (pudiera ser la
de la parrilla) podrían ser provocados y concluidos en catástrofes.
No puedo permitir sentir dolor en mi corazón, todo en él es casi
perfecto y las novelas que he leído sobrepasan al amor ideal que
vivimos.
* * *
Me
están tirando del brazo fuertemente. Abro los ojos.
-¡Enfermera!,
¡Enfermera!-grita esa voz grave que por años me ha extasiado.
Me
están sacando de mi casa, de mi habitación. ¿Por qué tengo estos
vecinos confianzudos como de vecindad vestidos siempre de blanco?
Me
inyectan algo en la vena de mi brazo y me ponen una mascarilla sobre
boca y nariz. Respiro mejor. Oigo decir a Claudio:
-
Esta vez casi no la cuenta. Hemos visto cómo salía el humo por
debajo de la puerta asegurada y corrimos al rescate. ¡No entiendo de
dónde consiguió provocar el incendio!
Me
acaricia la frente y viéndome a los ojos dice:
-He
sido tu Dr. desde hace casi veinte años Daira, te hemos dado
privilegios por tus avances como a ningún otro. Gozas de salir a
eventos familiares y te habíamos permitido tener lo que más amas,
tu colección de libros que relees desde tu juventud y que hoy solo
quedan brazas. Hiciste todo por acabar esos logros y esas novelas que
te encantaba mencionar de vez en cuando en el consultorio. Si no es
porque me dirigía a buscar mi libreta de reportes, hubiese sido
demasiado tarde para tenerte aquí con vida, teniendo ésta plática.
Lo
acababa de descubrir imperfecto, su libro era el causante de “eso”
que percibí, pero al yo guardarlo en mi bolsa he visto que siempre
estará para mi.
Artemisa Griega.
No hay comentarios:
Publicar un comentario