Te sentaste junto a mí en aquel avión a Barcelona y apenas te sentí ocupado en prepararme para la faena de las horas y los cambios de horario y fue hasta después de la cena que me di cuenta que leías y al leer de reojo el titulo de tu libro me estremecí pues era el nombre del libro que yo estaba revisando para entregarlo a la editorial. Leí entonces tus manos con uñas recortadas y sin barniz y tu anillo con una piedra verde y las mangas perfectamente planchadas rematadas con unas mancuernillas de esmeraldas y que apenas ocultaban un reloj evidentemente caro y lo largo de tus dedos y la precisión de tus movimientos al pasar las hojas que por cierto leías con rapidez.
Me presenté tratando de no ser molesto e iniciamos una conversación que después de meses no cesó y me olvidé de Barcelona y te alcancé en Madrid y regresé contigo a México y no recordé el libro que revisaba ni el libro que tú leías y que incluso tenía la portada que yo apenas había recibido del diseñador.
Después leí en tus ojos mil historias que nunca me contaste y supe del terror en tu niñez y del refugio que construiste entre los brazos de tu hermana. Leí en cada centímetro de la piel de tu cara el exceso de cuidado que era recompensado con una suavidad comparable a la de un pañuelo de algodón y leí una historia de amor en cada una de tus largas pestañas y una historia de acción en cada vello de tus cejas y luego leí en lo largo de tu cuello cómo habías aprendido a soñar y de ahí me colgué haciendo en uno de tus hombros cuna para mis desvelos. Y tú me observabas y por tus reacciones supe que intentabas leer mis cicatrices y el resultado de mis desamores y las tragedias que las arrugas del contorno de mis ojos te cantaban. Y cuando más alto estaba leía los mensajes que me dejabas en las nubes y en las copas de los árboles y flotaba entre tus palabras y en la forma como las estructurabas para contarme las historias que aprendiste a leer en el rostro de los demás emulando mi afición por averiguar la verdad escrita con tanta precisión en el mejor papel que podía existir.
Y nos encontramos en una especie de vorágine leyendo las historias de los autores que compartían sus momentos con nosotros: el sastre que arregló mi saco viejo, el médico que compuso tu estómago del daño del café expreso que tanto te gustaba, la niña que nos robó el corazón cuando nos pidió que la adoptáramos, el maestro de pintura que me presumió tus avances, la preocupación que tu madre me manifestó por nuestra diferencia de edades y de mundos y la forma en que mi perro desde que te vio te prefirió. Leíamos todo el tiempo y cada vez la lectura era distinta pues si lo hacías tú y estabas feliz había comedia y si estabas triste leíamos lluvia y si era yo quien leía las cosas terminaban siempre en una suerte de mar de llanto y despedidas.
Y sin saber bien cómo, un mal día empecé a leer el reloj con tanta frecuencia que le hice caminar más lento y tú empezaste por elegir los colores a las palabras y cada vez pasabas más tiempo iluminando con grises los bastidores que apenas unos días antes eran arcoíris con frases de esperanza. Y ya no terminaste de leer en mi espalda el mapa de un tesoro que estaba marcado en claves en cada uno de los catorce lunares que encontraste y no pudiste leer mi suerte en la palma de mi mano izquierda ni encontraste interés en leer mi futuro en las galletas.
Y hallé la tarde de aquel día que repentinamente habíamos olvidado el lenguaje de las señas y que no recordábamos la clave morse y que nuestros dedos eran demasiado burdos para el Braille y en un esfuerzo sobrehumano te supliqué para perderte justo ahí, cuando leíste el dolor en mi llanto que no pudo su continente y que rompiéndose te inundó hasta las rodillas y me dejó invidente y te anegó los ojos cuando caíste del nicho y te alcancé en el suelo. Y así, ciegos, recorrimos todavía otro tramo dando palos para orientarnos, a veces uno a lado y otras de frente y aprendimos a leer en el aire la miseria de no reconocer a tiempo los efectos de la marea en las letras de nuestros nombres y cómo la gravedad del planeta no era suficiente para mantenernos juntos. Y olvidé las frases y los verbos y los tiempos y las conjugaciones y tu no supiste como diferenciar un nombre de un pronombre ni qué era un adverbio y mucho menos qué era la sintaxis y si importaba la ortografía y dejamos de leer en los pétalos de las flores las historias de los duendes ante la incapacidad total y permanente.
Y regresé a la casa que había sido nuestra y que ahora era de nadie y pude recordar lo que habíamos vivido porque estaba nuestra historia dibujada en las paredes con una precisión obsesiva y con unos detalles matemáticos y no pude reconocer tu trazo y me imaginé a un extraño observándonos y dejando el cronograma para que sirviera como guía a los que nos seguían y el encono me llevó a romper los lienzos y las cortinas y a manchar las paredes y a romper los vidrios que contenían aquella existencia iluminada que después se hizo oscura.
Te sentaste junto a mí en aquel avión a Barcelona, yo me ocupaba de buscar el frasquito aquel con un perfume que me protegería de las brujas y que debía usar cada doce horas poniendo unas gotitas en mi muñeca derecha, bajo el reloj. Rechacé la cena y sólo tomé un trago de vodka. Noté que leías y me quedé dormido profundamente.
José Guadalupe.
José Guadalupe.
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