A Jeanne Baret
(1740 – 1807)
Aunque se lo habían cedido por ser el camarote más amplio e iluminado de “La Estrella”, el lugar olía a sal y madera mojada. Bastaba un solo vistazo para percatarse que se había convertido en un digno gabinete botánico abarrotado con libros y una multitud de objetos e instrumentos llevados para la expedición. Prensas de madera, papel secante, lupas de varios tamaños, pequeñas cajas transparentes y plantas, muchas plantas. Vivas, muertas; frescas, secas. Todo llenaba el ambiente con cierto aire de erudición.
En una pequeña y desordenada cama se podía ver postrado a un hombre con el pantalón arremangado hasta la rodilla mostrando unas heridas terriblemente infectadas. Al lado de él su ayudante se debatía entre los preparativos apurados de las compresas que estaba por poner sobre la piel enferma de su patrón y su propio malestar que se manifestaba con movimientos furiosos que no lograban calmar la comezón en su torso.
Fueron cinco meses los que tuvieron que sufrir el encierro, las náuseas y los curiosos, aunque toda penuria se hizo humo en el momento que les permitieron recolectar especímenes en Río de Janeiro. ¡Fue glorioso! Principalmente para el asistente. Su amo solamente pudo observar agitado desde el pequeño bote que los transportó a la orilla, acompañado de sus amados libros de consulta y sus pulcrísimos cuadernos de notas.
-¡Qué día! - dijo en voz alta el ayudante, colocando con cuidado los emplastes en la pierna del científico, al mismo tiempo que buscaba algún signo de alivio.
–El mejor, Señor B. Y hay muchos más por venir. No lo podemos dudar - contestó con una pequeña sonrisa que dejaba ver algo del tan deseado reposo contrastando repentinamente con la sombra que oscureció el semblante del discípulo. Los dos sabían muy bien la razón. El hombre se incorporó y le dijo suavemente: -Ya todos deben de estar durmiendo. ¿Por qué no te quitas la camisa y me dejas ponerte algo para calmar esa urticaria?
–¿Te volviste loco? Me puede costar la vida y solo Dios sabe lo que te harían a ti.
–Perdóname - dijo apenado - . Nunca imaginé que el sacrificio fuera tan grande. Lo único que pensé cuando salimos de Francia fue en los cientos de especímenes que íbamos a descubrir. Y míranos. Yo inmovilizado por una mordida de perro y tú al borde de la demencia por esas malditas vendas.
–No hay otra forma. En este mundo solamente siendo hombre se puede ser alguien. No importa la cantidad de noches que te hayas quemado las pestañas, si eres mujer solamente sirves para lavar y cocinar - se mordió los labios para no seguir hablando.
Los dos voltearon hacia las plantas recién traídas del continente. Los dos sabían muy bien que si seguían por ese camino era muy probable que se perdieran y con ellos, todo por lo que habían luchado tan tenazmente.
–Mira que hermosa - dijo el profesor, tomando una de las plantas - . Ve la perfección de sus hojas. Fíjate en el mecanismo de defensa que desarrolló. Produce toda gama de colores en lo que creemos son sus flores, aunque en realidad son hojas modificadas. La flor verdadera es blanca y diminuta. ¿Ves? ¡Ay! - se lleva el pulgar a la boca para mitigar la punzada que le causó una pequeña pero filosa espina - . El mejor disfraz – continúa - . La mejor manera de sobrevivir. ¿De qué tienes que defenderte, pequeña? - con la mirada fija en las flores, pregunta: -¿Pudiste ver más matices? Este fuchsia es soberbio. ¿Qué crees, Señor B, algún día vamos a poder bautizar un color con nuestro nombre? - Otra vez sintió como se encogía su ayuda de cámara - . ¿Qué pasa? - murmuró.
–Dime, Jeanne - casi suplicaba - . Que sólo yo te oiga, dime, Jeanne.
El hombre entendió el tremendo peso que llevaba su amante sobre los hombros. No solamente dejó atrás todo lo querido por ella, también puso en peligro su propia vida al hacerse pasar por un hombre para poder navegar alrededor del mundo.
–Jeanne - le dijo al oído quitándole amorosamente las vendas que martirizaban su frágil cuerpo - . Dime todo lo que viste. Descríbeme todos los aromas, todos los colores. Todo lo que sentiste. Dime cada uno de tus pensamientos.
En ese momento el camarote se convirtió en su paraíso. Poco a poco, cada página fue una puerta hacia un mundo por conocer, cada objeto se volvió un tesoro, cada hoja, pétalo o planta, la prueba más absoluta del milagro de la creación. Y olvidaron todo. El miedo al presente y al futuro; el dolor físico y el de sus almas; la incertidumbre que rodeaba sus cuerpos y sus bocas. Imaginaron nombres para cada especie, escritos para cada viaje, reconocimientos para cada descubrimiento. Hicieron dibujos, anotaciones y planes.
–La voy a llamar Baretia bonnafiedia – dijo él colocando un ramito de flores en las manos de la muchacha, como si entregara un trofeo - . Será la prueba de tu presencia, de tu trabajo.
Ella, con una amplia sonrisa y sabiendo que había tiempo para todo, le dijo: -Después. Este será el regalo perfecto para nuestro generoso Conde de Bougainville - se puso las flores en el cabello y siguieron trabajando bajo el amparo de la noche.
Esfinge.
No hay comentarios:
Publicar un comentario